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martes, 7 de abril de 2015

Experiencia de vida de Juan Ignacio , adulto con SA .


    Mi nombre es Juan Ignacio Aguirre Castillo, vivo en Salamanca, Chile. Tengo 46 años de edad; nací el 23 de junio de 1968. En febrero de este año 2015 se me ha diagnosticado ser portador del Síndrome de Asperger, primero por una psicóloga y luego confirmado por un psiquiatra experto en adultos.


  El ser diagnosticado como Asperger a esta altura de mi vida ha sido una noticia que produce inevitablemente sentimientos encontrados. Obliga a sí mismo a tener que rearticular y replantear el relato de toda la historia de la propia biografía, llena por lo demás de una serie de trastornos emocionales que en muchos casos se volvieron inmanejables, incontrolables y desesperantes.
   Debo declarar que cuando uno está a unos pasos de vivir medio siglo, los recuerdos de la infancia temprana se tornan difusos, dispersos y contaminados por deformaciones de otros recuerdos y de otros relatos de mi propia vida. Al tratar de armar un hilo conductor de ciertas etapas de mi vida se pierden muchos trazos y líneas. Sé que muchas cosas las he olvidado, pero como antecedentes suficientemente claros puedo mencionar más de algo.
  Fui el menor de seis hermanos (cuatro hombres y dos mujeres). Mi padre fue profesor, falleció en 1984, a los sesenta años, cuando yo tenía dieciséis. Fui el único de mis hermanos que fue criado por mi madre, en una ciudad llamada Illapel, donde nací y donde quedaron la mayoría de mis recuerdos. Niño solitario, introvertido, jugaba no con objetos sino con pensamientos, armando guiones de historias en mi cabeza paseándome de un lado hacia el otro en el fondo del patio. Creo que siempre cabizbajo y con las manos atrás. No recuerdo bien las historias, pero creo que en ellas yo era una especie de héroe que salvaba mujeres hermosas para luego irme sin esperar algo a cambio por parte de ellas. Lo que sí debo recalcar es que cada historia la narraba a viva voz mientras caminaba. Eso lo 
recuerdo porque mi madre alguna vez lo hizo notar, diciendo que yo me la pasaba hablando solo.

    Aparentemente, no recuerdo a qué edad, sufrí un cuadro de desnutrición, entretanto que mis padres discutían frecuentemente. Esta situación terminó en un quiebre muy violento, pues mi madre hizo abandono de hogar cuando yo tenía tres o cuatro años. La tuición la ganó mi padre, y no recuerdo cómo lo habrá hecho, pero cargó con el cuidado mío y de dos hermanos más que eran aún niños. En ese tiempo mis dos hermanos mayores estudiaban, la mayor psicología en Santiago, y el siguiente pedagogía en Educación Física en Valparaíso. Cuando llegaban las vacaciones de verano venían a casa, y para mí era una fiesta, saltaba de alegría.  Me colgaba al cuello de mi hermana mayor con mucha fuerza, como una especie de "monito" pidiendo auxilio.
                                           










               (Fotografía de Juan Ignacio en el verano del año 2012 en la ciudad de Valparaíso)

  Claramente la ocasión en que comenzaron a notarse en mí los problemas para socializar con pares fue la entrada a la angustiante etapa escolar. Ahí se manifestaron con inusitada fuerza mi incomodidad para jugar en grupos, hacer amigos y todo lo que se espera de un niño normal. Lo que más recuerdo es el miedo a los recreos, esa masa de niños corriendo que podían chocar conmigo y lanzarme al suelo. Mi guarida era estar apegado a un muro cerca del mástil de la bandera. Comenzaron las burlas de otros niños y los severos retos de profesoras por negarme a compartir los juegos. El sufrimiento interior era una agonía, nunca entendí por qué me obligaban a hacer cosas que no quería o no podía. En cuanto a rendimiento escolar, no recuerdo haber sido sobresaliente. Sí recuerdo que en casa leía mucho viejas enciclopedias y cuentos.
 Llegué a aprender de memoria temas de geografía y a recitar al pie de la letra cuentos enteros. Mi padre lo consideraba una gracia que me hacía repetir a otras personas, quienes se sorprendían por lo “habiloso del niño”.
   A medida que iba creciendo las dificultades iban en aumento. Lo más grave fue pasar de la niñez a la pubertad. Compañeros de curso comenzaban a formar parejas ocasionales, lo que no les costaba nada. Yo en cambio nunca pude ligar con ninguna muchacha, y lo peor de todo es que hubo veces en que me enamoraba obsesionadamente de alguna, la cual, obviamente jamás lo supo. Ni qué tiene decir que esta actitud se prolongó con más fuerza y sufrimiento en la enseñanza media. Aquí la cosa hizo crisis en forma grave. Cumplí el récord de no dirigirle una sola palabra a ninguna joven en los cuatro años que dura la enseñanza media o secundaria en Chile. Con suerte intercambiaba palabras con algunos compañeros.
   Recuerdo también que desde muy niño fui excesivamente formal para hablar, no tenía el típico tono chileno ni aún en conversaciones supuestamente relajadas. Todo cuanto decía un 
profesor era para mí excesivamente importante. Lo señalo porque ahora sé bien que lamentablemente en muchas ocasiones los profesores hablan por hablar, al punto que ni a ellos les interesa lo que dicen, y no pocas veces improvisan. Lo que más recuerdo de mi adolescencia es pasar todos los días todo el día encerrado en mi cuarto, escuchando música o leyendo.
  Panorámica del Valle de Choapa, situado frente a la casa de Juan Ignacio (fotografía tomada por él en el año 2014)
                          

                                     (Interés restringido de Juan Ignacio: Sacar fotografías con efecto desenfoque y en alta resolución.)
  En 1990 ingresé a estudiar Licenciatura en Historia en la Universidad de Valparaíso, carrera que no conduce a pedagogía, sino a la investigación, la docencia académica y la extensión. Quise estudiar antropología pero no me dio el puntaje. La segunda opción era psicología, pero fui eliminado luego de la entrevista personal.
   A la universidad llegan quienes logran traspasar las barreras de ciertas habilidades y aptitudes, y sobre todo se juntan muchos cerebros no funcionales socialmente. Lo señalo porque fue aquí donde hice algunas amistades, incluyendo estudiantes con esquizofrenia y otros abiertamente misántropos. Recuerdo que me fue relativamente fácil sacar esta carrera, al punto de que nunca debí rendir exámenes semestrales. Un grupo de compañeros me solicitó ayudarles a prepararse para los exámenes. Fue como estar en la gloria, pues me lucía haciendo prácticamente cátedras informales en casas, y lo mejor, había mujeres entre el grupo.

    Fue mientras cursaba esta carrera en que el no poder encajar nunca en una sociabilidad normal me pasó la cuenta explosivamente. Iba rumbo a clases en un microbús cuando sin previo aviso me vino un ataque de pánico. La sensación de irrealidad, de muerte inminente, de locura, pero sobre todo de pérdida de control sobre el mundo es algo para lo cual no hay palabras para describir la volcánica sensación interior de soledad absoluta. Desde allí comenzó mi interminable deambular entre psiquiatras, neurólogos y psicólogos, buscando respuestas, raíces y programación mental para poder controlar las emociones. También comenzó mi entrada en el mundo de los benzodiazepínicos y los antidepresivos, al punto de transformarme en un fármaco dependiente. Varios especialistas que vi acertaron en considerar que lo mío tenía como antecedente el no poder establecer relaciones interpersonales normales, pero nunca a nadie en ese tiempo se le ocurrió pensar siquiera que pudiese ser una condición o síndrome, por lo tanto se esmeraron aún más en lograr que yo encajase en una sociabilidad normal, suponiendo que yo era normal.

  La carrera de la cual me gradué tiene el inconveniente en mi país de tener un campo laboral restringido, por lo cual tuve que comenzar a trabajar haciendo clases de Historia, pero con un permiso especial otorgado por el Ministerio de Educación. No puedo decir que me agrade hacer clases. Yo quería otra cosa, pero las circunstancias de la vida ha hecho que tenga que desempeñarme haciendo clases de Historia en niños, jóvenes y adultos desde hace tiempo. Lamentablemente en mi país hay un nivel de discriminación agobiante, y yo lo he sufrido por parte de profesores “titulados”, muchos de los cuales han tratado de hacerme ver que son superiores y que yo no tengo las competencias que ellos tienen. El colmo fue cuando una supervisora le dijo a un grupo de alumnos que lo mío era igual que tener el cuarto medio. Lo raro es que ya perdí la cuenta de los elogios que he recibido por parte de alumnos y padres que me han dicho “mi hijo(a) odiaba la historia hasta que apareció usted”. Hay algo que en lo personal no puedo sentir, que es la envidia. No la entiendo, no sé qué pasa por la mente de alguien que hierve de envidia, y sin embargo gente como esa ha intentado desprestigiarme,
 “basurearme” y lograr que me despidan. Ahora nivelé un poco esto debido a que obtuve el grado de Magister en Educación.
                Fotografía tomada por Juan Ignacio en el año 2014 a una calle (Lazcano) de la ciudad de Salamanca, donde él vive.  

                                  (Interés restringido de Juan Ignacio: Sacar fotografías con efecto desenfoque y en alta resolución.)
   Y he aquí la gran paradoja: en todo lugar en que he trabajado he sido responsable, extremadamente puntual, honrado, eficiente, además de dominar contenidos en forma apasionada. No uso libros, guías o proyectores de presentaciones. Entro a las salas sólo con el libro de clases. Lo demás fluye como un río de mi cabeza. A pesar de eso he sido despedido ya varias veces, supuestamente por “no cumplir el perfil del establecimiento”. Claro: no hablo, no comparto, no participo de convivencias y siempre llevo una expresión hostil en mi rostro. Eso incomoda a jefes, dueños y directivos, como también el no tener filtro para controlar expresiones no diplomáticas cuando veo que se comete injusticia. Y sin embargo quienes cumplen el perfil a menudo los veo perdiendo tiempo, llegando atrasados, haciendo mucha vida social, hablando de fútbol, de las mañas de sus bebés, de baby showers, leyendo catálogos de revistas para comprar. Un amigo que ha viajado mucho me dijo “En países como Estados Unidos se pelean a gente como tú”.

   El ser diagnosticado Asperger, aunque sea a mi edad, ha constituido un gran alivio existencial, porque decidí desde ahora no lidiar ni frustrarme nunca más por no poder encajar en una sociabilización normal. Me gusta la soledad, a veces salgo a dar una vuelta en bicicleta; detesto asados, fiestas, bailes, ruido, interactuar con personas embriagadas que al otro día se comportan como si fueran otra persona. Ahora adquirí una especie de “licencia” para que al menos en lo que me queda de vida pueda estar en relativa paz conmigo mismo.
    En otros aspectos no tengo grandes problemas de hiperestesia (salvo cuando estoy sin medicamentos), de intolerancia a ciertos alimentos, de olores, colores o texturas. La gran falla mía fue en lo social. Digo falla porque ha devenido en fracasos múltiples: despidos, humillaciones, ruptura de pareja, pérdida de amigos y cosas así. Así como no tengo problemas para hacer una clase, tampoco tengo pánico escénico. He hecho muchas veces de maestro de ceremonia, tuve el 2012 un programa radial en que hablaba sin libreto sobre historia y me encanta la actuación. De hecho me cautivan muchas películas no por el argumento, sino por la calidad de los actores y actrices.

  Actualmente estoy sin empleo, pero ello no me quita el sueño porque no es la primera vez. El ser Asperger te cierra puertas, pero te abre otras insospechadas.
     Este es mi blog personal para que sepan más de mí, de mi sentir y mi pensar:  https://juanignacioaspie.wordpress.com/author/aguirrecastillojuan/
     Y acá les dejo un link de un vídeo en donde participo de una entrevista realizada por otro joven con el Síndrome de Asperger: <a href="https://youtu.be/-f6iw2_KgXk ">